05 junio 2007

Ohhh,no he ganado el Gabriel Miró !

Y no entiendo el porqué. Total, a esta edición del concurso literario solo se han presentado 1900 cuentos. ¿Por qué no iba a ser yo? Bueno , pues ya que está escrito espero que alguien lo lea, por eso , evidentemente, lo cuelgo aquí. El cuento se llama La moneda viajera.


Dejaban escapar la tarde, sentados en el penúltimo escalón del parque de las choperas. Las vacaciones de verano cruzaban ese mismo día el ecuador del calendario escolar. Mario y Quico volvian de la piscina municipal, después de pararse a apedrear la lámina de aguas verdes de la charca del tío Ginés. Ahora, con la merienda en las manos, memorizaban cálculos para estirar al máximo el único euro que les quedaba.

Con un euro la felicidad de dos chavales se puede alargar por un buen rato. En el horno de Joaquina por sesenta céntimos tenían dos bollos de pan dulce, por treinta más, seis canicas, y todavía quedaban diez para dos chicles. Pero al marido de la señora Joaquina le dio por morirse esa mañana, y encontraron el horno cerrado a cal y canto. Así que se acomodaron en el poyete del ayuntamiento y empezaron a imaginar que hacer con ese euro. Las posibilidades de consumir su tesoro en aquel pueblo eran limitadas, y guardarlo para otra ocasión parecía restarle valor. Pasada media hora, se sorprendieron contando las vueltas que dio ese euro antes de llegar a sus manos. Y a Mario se le ocurrió que a partir de ese momento había que seguirle la pista.

No era muy difícil. En los pueblos el dinero va de mano en mano y todas esas manos corresponden a caras conocidas. Era un plan perfecto. Primero había que cerciorarse que el euro en cuestión no se mezclaba con otras monedas. El suyo era de la república irlandesa y, para más seguridad, le pintaron una de las caras con un punto de esmalte de uñas rojo. Ya lo tenían identificado. Ahora sólo les quedaba ponerlo en circulación.

Venían paseando por la alameda y les pareció buena idea empezar tan estimulante viaje en el bar del pueblo. Era fácil, una coca -cola valía un euro. La compartieron después de dejar su tesoro en manos del tabernero, como quien deja el rosario de su madre en la casa de empeños. Y se quedaron esperando asomados a la barra, a la altura de la caja registradora. Así estuvieron como tres cuartos de hora. Al acecho de un movimiento en falso. Y éste llegó con el cura y sus sobrinas. Pidieron dos cafés, y dos refrescos. Y sobre ellos dos pares de ojos abiertos como las lechuzas en plena noche. A la hora de ir a pagar los tres euros ochenta de la cuenta, el señor cura sacó un billete de cinco euros. Estuvieron bien atentos. En ese cambio podía ir la moneda. Efectivamente la vieron saltar directamente al bolsillo de su nuevo dueño.

Empezaba el trabajo más arriesgado. Había que espiar con olfato de sabueso. Lo habían visto en las películas. Pero aquí las calles de Arriba, Abajo y En medio, poco tenían que ver con las avenidas de Nueva York. Son las ventajas de las dimensiones rurales. El espacio se reducía a sus medidas y eso les permitió hacer guardia delante de la puerta de la casa del párroco. Y así estuvieron hasta las diez de la noche. Era poco probable que la moneda cambiara de propietario esa misma noche.

Al día siguiente, ni la madre de Quico, ni la de Mario, entendieron porqué sus hijos se levantaban a las ocho de la mañana un día de vacaciones. Pero lo tenían todo bien planeado. Con una pequeña mochila a la espalda dijeron que se iban a pasar el día a la piscina del pueblo vecino. Había que ir en las bicicletas y llegar pronto para coger buen sitio. La mentira estratégica era creíble. Volverían a la hora de comer.

Sorprendieron al cura abriendo la cancela de la Iglesia. La saeta arañaba los últimos minutos de las nueve de la mañana al reloj del campanario. A esas horas era bastante improbable que Don Tomás se hubiera deshecho ya del euro. Como todo el pueblo, Quico y Mario sabían los movimientos diarios del cura. Había poco donde gastar el dinero. Y no se hizo esperar el momento. Se dirigía hacia el quiosco. Consiguieron adelantarse y esperarle mientras miraban los tebeos al lado del mostrador. En una mano ya tenía el periódico, y en la otra la moneda les hizo un guiño. ¡Ahí estaba! La identificaron correctamente por el punto rojo, mientras ella se despedía deslizándose dentro de la caja registradora.

Empezaba un nuevo desafío. Y a la vez que crecían los nervios, la misión iba cobrando cierta importancia. Porque en el quiosco de prensa, la caja registradora tenia una actividad que nunca hubieran imaginado. Necesitaban ayuda. Y la encontraron cuando Nuria apareció por la puerta de la rebotica. Nuria era hija del propietario, además de compañera de escuela de Mario y Quico, y una de las pocas chicas de la clase con la que se podía contar. La llevaron fuera de la tienda y le explicaron el plan. A esta edad los chicos hacen de la novedad y lo inesperado un nuevo juego con el que entretenerse. Así que Nuria no tardó ni dos minutos en aceptar. Su misión consistía en averiguar si la moneda continuaba en la caja, y en controlar a quien iba a parar.

Y la moneda estaba allá. Pero por poco tiempo. Nuria pronto daría el aviso. Don Julían, el farmacéutico, era el nuevo propietario. Ahora si que se les escapaba de las manos. Don Julián, el mejor pescador de truchas de toda la comarca, vivía en la capital y las probabilidades de que la moneda viajara hasta allá eran muy altas. Por otro lado, controlar la caja registradora de la farmacia era casi imposible. Hicieron guardia delante del establecimiento hasta mediodía, pero no hubo suerte, desde allí era imposible ver las vueltas de las medicinas.

Era mediodía y la dictadura de sus estómagos hizo que admitieran la derrota antes de ir a comer. La aventura les había distraído durante dos días, no estaba mal de todo. Hicieron recuento y vieron que habían superado cuatro etapas. El euro había pasado del tabernero al cura, del cura al quiosquero, y de este a Don Julián. Como cuando jugaban con la Playstation de su amigo Daniel, que iban superando fases dentro de una partida.

Esa tarde, concluido ya el juego del euro, volvieron a coger las bicicletas. Porque las bicicletas en verano corren más y saben perderse mejor. Eso lo sabían bien Quico y Mario, que descubrieron gracias a ellas las ruinas del molino viejo, el camino borrado de la ermita y el misterioso chalet del ingeniero. También volvieron a tirar piedras al río, y a merendar en las choperas. Y así continuó el verano. Y llegó la noche de San Lorenzo y salieron a buscar estrellas. Y llegaron las fiestas del quince de agosto, y bailaron con las niñas forasteras en las verbenas. Y ya solo quedaba ir descontando el tiempo en el almanaque de la despensa, donde las madres apuntan con aire de notario, los nacimientos y los entierros.

El verano daba los últimos coletazos y en el pueblo flotaba el aire de la uva recién cortada. Era una de esas tardes en las que el pueblo se quedaba vacío. Todo el mundo estaba en la vendimia. Aprovecharon para acercarse con las bicicletas hasta la charca del tío Ginés. Volvieron a apedrear el agua, esta vez, contabilizaban las ondas que conseguían formar con los lanzamientos horizontales de cantos rodados. En eso eran unos maestros. Era el resultado de muchas horas de entrenamiento. Pero a esa edad donde la infancia se resiste a desaparecer, y donde la adolescencia todavía no encuentra hueco, los juegos tienen un tiempo limitado. Así que dejaron descansar a las piedras y subieron de nuevo a las bicicletas.

Llegaron al río después de un pedaleo de media hora por la vereda del molino, y se sentaron a la orilla de un recodo donde el agua formaba un pequeño salto. Quico iba hablando todo el rato del final de las vacaciones, el inicio del colegio y las expectativas que se presentaban. Mario lo escuchaba de refilón, pero su atención estaba unos metros más a su derecha. Se levanto y fue hacia la orilla. Ahora lo vio más claro. En el fondo del agua un euro brillaba entre la blancura de las piedras. Y no había duda, el agua era tan transparente que dejaba ver todavía restos de pintura roja.

Don Julián, el farmacéutico, pescaba la trucha. Tuvo que caerle la moneda desde algún bolsillo uno de esos días que paraba a pescar por allí, antes de volver a casa. Había que comprobarlo. Volvieron corriendo al pueblo después de sortear quien se metía al río a coger la moneda. Y así fue. El farmacéutico afirmó que el sorprendente viaje de la moneda era tan probable , como romántico.

Y así fue como la aventura de ida y vuelta del euro de Quico y Mario fue la historia que puso el punto y final a un verano de cuento.

4 comentarios :

Anónimo dijo...

Yo tampoco entiendo cómo no te han dado el premio, pero seguro que te has quedado cerca. Es muy chulo, así que intentalo con otro el año que viene.

Txema Rico dijo...

Me ha gustdado, lo he pasado bien leyéndolo...Que veranos aquellos en los pueblos, sin euro...!!!

Anónimo dijo...

Pues comparto opinión con nuestra hermana, seguro que te has quedado de las finalistas porque entretenido es y mucho.Lo de ponerle de nombre Mario a uno de los protagonistas...¿¿ha sido por mi ahijado??jejeje. SIgue con tus cuentos, que te aseguro que seguirás teniendo lectores.
Un besito

Anónimo dijo...

Esta bé, pero tampoc és gran cosa eh? sincerament crec que t'ho has de currar un poc més,
Però ànim, de ben segur si t'esforces l'any que ve guanyaràs.