23 abril 2015

Un cuento, "El andamio de las letras" con motivo del Día del Libro


Jamás se subió a un escenario, aunque el virus del teatro lo llevaba inoculado desde la cuna. Por eso Manuel encontró en el andamio el mejor balcón donde asomarse a la platea. Era albañil de profesión, y poeta y actor de vocación. Levantaba paredes y tejados como Rubén Darío construía alejandrinos.

Manuel se crió en un circo ambulante, de pueblo en pueblo, de plaza en plaza. Su madre, hija de titiriteros, era actriz, con un pequeño numero de comedia blanca que entretenía al público en mitad de la función, justo el tiempo suficiente para retirar las jaulas de los leones. Y el niño creció entre funambulistas, domadores y payasos, y el amor por la literatura de su madre Manuela.

Se iba a dormir con las "Nanas de la cebolla" de Miguel Hernandez y se levantaba con el "Gracias a la vida" de Violeta Parra. Creció con la "Canción del Pirata" de Espronceda, con los poemas de Neruda, de Lorca y de Salinas, y con la magia de El principito. Conoció el miedo con Allan Poe y con Lovecraft. Se aventuró con Verne, Conrad y Dickens. Y se enamoró con Cumbres borrascosas, Don Juan Tenorio y Romeo y Julieta.

Con la edad, los grandes clásicos dieron paso a las obras contemporáneas, y hasta se aficionó a los haikus. Las letras,con rima o sin ella, eran su mundo. Pero la vida nómada, que llevaban madre e hijo recorriendo la geografía española, impidieron a Manuel acabar la enseñanza obligatoria. Así que a los 16 dejó el circo para empezar como peón de albañil en León, dónde Manuela volvió para acompañar en los últimos meses de vida a su madre, la titiritera.

Y en la obra fue, dónde mientras unos pocos afilaban a golpe de paleta y nivel el noble arte del requiebro y el piropo, Manuel recitaba Benedetti, Yeats o San Juan de la Cruz. Eso si, antes de subirse al andamio y empezar el espectáculo, Manuel se aseguraba de que sus compañeros no se asomaran por allí.

Había que reconocer que muchos colegas de profesión ganaban a Manuel en prestancia y arrebato a pie de calle:

- “Dios debe estar distraído, porque los ángeles se le están escapando.”

Pero él no tenia comparación ni competencia. Era ver una muchacha bonita cruzando la acera y recordar en susurros un pasaje Sobre el amor y otros demonios de Garcia Márquez.

Lo vio por primera vez en un corral de feria, enfrentado a un toro bravo al descubierto, medio desnudo y desprotegido. Días más tarde volvió a verlo bailando el cumbé en una fiesta de carnaval, a la que ella asistía llevando una máscara... Judas estaba en el centro de un grupo de curiosos y bailaba con cualquier mujer que quisiera pagarle...Bernarda le preguntó cuánto costaba. Judas replicó mientras bailaba "medio real". Bernarda se quitó la máscara..."Lo que quiero saber es cuánto cuesta el resto de tu vida".

Entre andamios y ruido de taladros era difícil escuchar nada, pero Manuel temía que descubrieran su inusual afición por saberse de cabo a rabo muchos pasajes de libros. Así que, para disimular, a la hora del almuerzo, reía las ocurrencias de sus compañeros en el popular concurso anual del piropo-paleta.

- Del cielo cayó un pañuelo bordado de seda negra, y en cada esquina decía “tu madre será mi suegra”

Y así pasaban los días entre la obra y la biblioteca. Pero el tiempo todo los suaviza y Manuel poco a poco fue descubriéndose y dejando ver su pasión. Fue más fácil de lo que temía. Parece que todos escondían este sano apego a las letras, como si estuvieran pendientes de una admonición. Pero en realidad Pablo era un apasionado lector de hobbits, alatristes y otras sagas. Eduardo no se acostaba sin una dosis de Paulo Coelho. Rafa era un apasionado de la novela negra noruega. Y Jaime era devoto cumplidor con Matilde Asensi, y a escondidas, con los Harry Potter de su hijo.

Así que con el paso de los días era habitual comentar la llegada de un best seller o la publicación de una nueva entrega de alguna novela esperada. Y Manuel dejó aun lado la verguenza y empezó a recitar para ellos. Con el arnés de seguridad y el casco puesto se asomaba al abismo de un patio y gritaba:

Te amaré, mi amor.Te amaréhasta que China y Africa se encuentren
y el río salte sobre la montañay el salmón cante en las calles.
Te amaré hasta que el océanose seque colgado de un tenedory las siete estrellas graznencomo gansos en el cielo.

Lo recitó con tanto ardor que levantó los aplausos de toda la cuadrilla. Era un fragmento del poema Durante un paseo vespertino de W.H.Auden. Lo eligió para estrenarse en su debut, ya sin temores y vergüenzas, ese lunes ceniciento en que empezaban las obras del bungalow 43.

Fue su punto de partida. Empezaban así su particular Club de los poetas muertos, como en aquella película que tantas veces pasan por televisión. A partir de entonces le pidieron a Manuel que les leyera un rato cada día. Entre todos elaboraron una lista. Calcularon una novela por mes. Sería como en los conventos, cuando la madre superiora lee en voz alta a las novicias a la hora de la comida. Ellos también eligieron la hora del almuerzo, ese bendito descanso en el que se entregaron a El hereje de Delibes, Las memorias de Africa de Isak Dinesen, o La carretera de Cormac MCCarthy.

Era un rato de evasión, de ficción pura y dura, de dejarse llevar por otras vidas, otros lugares, y otras gentes. Dejaron los 40 princiaples, y las tertulias radiofónicas para el resto de la jornada. La lectura comunitaria del almuerzo pasó a ser sagrada. Una ración de placer sereno donde empezaron a congeniar sin importar la devoción a tal o cual club de fútbol.

Pero un día el jefe de obra pasó antes de su hora habital. Manuel estaba absorto rematando la última pasada a una pared de hormigón fratasado. Tan concentrado en su trabajo, que ni se dio cuenta de que alguien le observaba y escuchaba.

Le gustaría que se callara … Pero ¿cómo explicarle que el silencio puede ser el compañero más afectuoso, el más atento, el más generoso, y que en la palabra “soledad”….

Manuel paró su letania en seco al verse sorprendido por Antonio. El jefe se le acercó y le contestó:

-…Y que en la palabra “soledad” ella sólo ve el “sol”. De parte de la princesa muerta de Kenizé Mourrad. Mi libro favorito, Manuel.

Pero no piensen ustedes que esta cuadrilla de albañiles se olvidó del noble arte del piropo, tan asociado a la profesión. Sólo que ahora enriquecieron el repertorio. Que se lo digan a Pablo que conquistó a la morena de la panadería con un susurrante y casi rijoso:

- “Sherezade, cuéntame un cuento”

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